Es a un radical, o mejor
dicho, a un yrigoyenista, a quien le debemos el comienzo de esta práctica que
hoy todos repudiamos -ya que se ha convertido en sinónimo de falta
de ética y aún de corrupción-,
al Sr.Elpidio González.
He aquí la historia:
Después de haber
trabajado en política toda su vida y de haber ejercido varios cargos públicos,
entre ellos Vicepresidente en la presidencia de Alvear, se retiró de la
política y nadie supo más de él.
Cierto tiempo después un
diputado en funciones lo vio en las recovas de Once, con una valija, vendiendo
betunes, pomadas y cosas afines, por lo que se dijo: “no puede
ser que alguien que ha dado tanto por la Patria viva en estas condiciones”. Presentó
en el Congreso una Ley que permitiera darle al viejo político una vejez decente
y así fue aprobada la primera Jubilación de Privilegio.
Pero he aquí lo más
sabroso de esta historia: Cuando le fueron a dar la noticia al viejo caudillo,
éste la rechazó diciendo: “que mientras tuviera dos manos para
trabajar, no necesitaba limosnas”.
Una
anécdota en un tranvía
Cierto domingo de un frío invierno, al mediodía, un anciano, pesándole más los años que el maletín de gastado cuero cargado de betún y anilinas Colibrí para los zapatos con que se ganaba la vida, vistiendo un traje gris, pobre y limpio y la barba, larga pero cuidada, subió a un tranvía.
Después de sacar el boleto se sentó al lado de un señor que venía leyendo un libro.
-“Cantos de vida y esperanza”, un buen libro de Rubén Darío. -le dijo el anciano al pasajero lector, y luego se enfrascó en sus cosas sin prestarle más atención.
El anciano contaba ahora, algunas monedas que había obtenido de la venta del día.
-Y sí, es él, -pensó el lector; ese al que ahora se le caía una moneda de un peso y se levantaba cansinamente a recogerla. Era él, el mismo que decían que vivía en un cuarto de la calle Cerrito que se venía abajo; el mismo que había rechazado una pensión que le correspondía; el amigo de Yrigoyen; el vicepresidente de Alvear... el que tampoco aceptó una casa que el gobierno quiso darle para que viviera como merecía. Sí, era Elpidio González.
El viejo político, con la moneda recuperada en su mano, jadeó un poco. Se había agitado al agacharse a recogerla. Y, como justificándose, dijo a su vecino al sentarse nuevamente junto a él:
-Si no la uso para limosna, la usaré para comer. Y en la siguiente parada se alejó hacia la puerta trasera, como un espectro, para irse.
-
- ¡Oiga, señor González! -le dijo el viajero-, sírvase guardar el libro que le agrada con usted. Sería un honor para mí que lo aceptara.
El anciano le miró agradecido y, cerrando los ojos, le dijo con convicción y humildad:
-Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo. Y, además, recuerdo bien a Darío, mejor que a los precios de las pomadas:
“...y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo, y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y una sed de ilusiones infinita… “
Después de recitar su estrofa, tras la parada, el anciano bajó del tranvía y se perdió en la historia, con toda la riqueza de su pobreza, guardada en un maletín viejo, lleno de pomadas, y de unas pocas monedas escurridizas.
Un hombre olvidado, quizás, porque es un espejo en el cual muy pocos -o acaso nadie en la política argentina de hoy- pueda mirarse... ELPIDIO GONZALEZ.
Cierto domingo de un frío invierno, al mediodía, un anciano, pesándole más los años que el maletín de gastado cuero cargado de betún y anilinas Colibrí para los zapatos con que se ganaba la vida, vistiendo un traje gris, pobre y limpio y la barba, larga pero cuidada, subió a un tranvía.
Después de sacar el boleto se sentó al lado de un señor que venía leyendo un libro.
-“Cantos de vida y esperanza”, un buen libro de Rubén Darío. -le dijo el anciano al pasajero lector, y luego se enfrascó en sus cosas sin prestarle más atención.
El anciano contaba ahora, algunas monedas que había obtenido de la venta del día.
-Y sí, es él, -pensó el lector; ese al que ahora se le caía una moneda de un peso y se levantaba cansinamente a recogerla. Era él, el mismo que decían que vivía en un cuarto de la calle Cerrito que se venía abajo; el mismo que había rechazado una pensión que le correspondía; el amigo de Yrigoyen; el vicepresidente de Alvear... el que tampoco aceptó una casa que el gobierno quiso darle para que viviera como merecía. Sí, era Elpidio González.
El viejo político, con la moneda recuperada en su mano, jadeó un poco. Se había agitado al agacharse a recogerla. Y, como justificándose, dijo a su vecino al sentarse nuevamente junto a él:
-Si no la uso para limosna, la usaré para comer. Y en la siguiente parada se alejó hacia la puerta trasera, como un espectro, para irse.
-
- ¡Oiga, señor González! -le dijo el viajero-, sírvase guardar el libro que le agrada con usted. Sería un honor para mí que lo aceptara.
El anciano le miró agradecido y, cerrando los ojos, le dijo con convicción y humildad:
-Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo. Y, además, recuerdo bien a Darío, mejor que a los precios de las pomadas:
“...y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo, y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y una sed de ilusiones infinita… “
Después de recitar su estrofa, tras la parada, el anciano bajó del tranvía y se perdió en la historia, con toda la riqueza de su pobreza, guardada en un maletín viejo, lleno de pomadas, y de unas pocas monedas escurridizas.
Un hombre olvidado, quizás, porque es un espejo en el cual muy pocos -o acaso nadie en la política argentina de hoy- pueda mirarse... ELPIDIO GONZALEZ.
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